Se apagaron las luces y acabó la música. La danza había concluido y todos estaban espectantes. Alguien encendió una antorcha en lo alto, iluminando un círculo formado por dos cuerpos desnudos.
Una palmada. Se levantaron y se acercaron lentamente. Al primer contacto, al primer roce de piel sobre piel, se arquearon sus espaldas. Sus manos se convirtieron en garras y se abrazaron con avaricia. Los que estaban a su alrededor no cesaban de mirar, ni siquiera parpadeaban.
Alguien gritó. Se empezaron a besar con la boca abierta, como si se succionasen la vida mutuamente de tal manera. Seguían pegados el uno al otro, acoplados sacudían sus cuerpos al son de un ritmo desconocido. Al borde del éxtasis, cayeron de nuevo al suelo.
Alguien apagó la antorcha. Silencio, tan sólo sus respiraciones agitadas. Y gritos, gritos que provenían del centro mismo del círculo. Gritos enloquecidos entre desgarros de piel.
La luz volvió. Y la música también. Ya no había círculo, no quedaba nada.
Y entonces se comieron el uno al otro.